24 mar 2019

ORWELL

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 06/03/2003 |

Orwell inédito

“Todos somos Macbeth”

¿Qué tiene en común Macbeth con Hitler y Napoleón? ¿Y con el hombre de la calle, con todos nosotros? Según George Orwell, del que este año se cumple el centenario, todo. Durante la II Guerra Mundial, el autor de Rebelión en la granja leyó por radio un texto inédito, que hoy publica El Cultural por cortesía de “El Corriere della Sera”, sobre la tragedia de Shakespeare. Para él, la obra es una alegoría sobre el totalitarismo y tenía un sentido especial en aquel momento de lucha contra el fascismo. También hacía una advertencia: hasta en el más gris empleado hay, oculto, un émulo del rey de Escocia, dispuesto a traicionar para obtener pequeños beneficios. Todos somos Macbeth.

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Macbeth es probablemente el más perfecto de los dramas de Shakespeare. Quiero decir que la calidad del Shakespeare poeta y del Shakespeare dramaturgo se combinan más felizmente en esta tragedia que en cualquiera de sus otras obras. Especialmente hacia el final, la obra desborda poesía de la más alta calidad, pero está también perfectamente construida, hasta tal punto que seguiría siendo un drama perfecto aunque se lo tradujese torpemente a una lengua extranjera. No quiero hablar del verso shakesperiano en Macbeth. Me voy a ocupar de Macbeth sólo como tragedia, por lo tanto prefiero hacer ante todo un breve resumen de la trama.

Macbeth es un noble escocés de la Edad Media. Un día, mientras vuelve de una batalla en la que se ha distinguido y se ha ganado el favor del rey, encuentra a tres brujas que le profetizan que, a su vez, se convertirá en rey. Otras dos profecías formuladas por las brujas se realizan casi inmediatamente y es inevitable que Macbeth se pregunte cómo podrá cumplirse la tercera, ya que el rey, Duncan, está vivo y tiene dos hijos. Es claro que, casi desde el mismo momento en que escuchó la profecía, Macbeth imaginó el asesinato de Duncan, y aunque en un primer momento rechace la idea, su mujer lo impulsa a hacerlo. Macbeth mata a Duncan y desvía las sospechas hacia los dos hijos del mismo rey. Estos abandonan el país y, como Macbeth es el heredero más próximo, es coronado.

Pero este primer delito arrastra inexorablemente consigo una cadena de otros delitos y lleva por último a Macbeth a la ruina y a la muerte. Las brujas le habían dicho que, aunque se convirtiera en rey, ninguno de sus hijos lo sucedería en el trono, que iría a parar a los descendientes de su amigo Banquo. Macbeth hace asesinar a Banquo, cuyo hijo sin embargo escapa. Las bru jas han puesto en guardia a Macbeth contra Macduff, el señor de Fife, y Macbeth sabe, aunque de un modo semiinconsciente, que finalmente Macduff lo destruirá. Trata entonces de matar a Macduff, pero también éste logra huir, aunque su mujer y su familia son exterminados de una manera particularmente atroz. 

Por medio de una cadena inexorable de acontecimientos, Macbeth, en principio un hombre valiente y de ningún modo malvado, termina por convertirse en la clásica figura del tirano presa del terror, odiado y temido por todos, rodeado de espías, asesinos y sicofantes, constantemente obsesionado por el miedo a la traición y a la rebelión. 

Representa, en efecto, una especie de primitiva versión medieval del moderno dictador fascista. Su condición lo obliga a ser cada vez más cruel a medida que pasa el tiempo. Aunque al principio sea Macbeth el que retrocede ante el delito mientras Lady Macbeth se burla de sus melindres, por último él es quien mata mujeres y niños sin dudar un instante, mientras que Lady Macbeth pierde toda su frialdad y muere parcialmente loca. Sin embargo, desde el comienzo al final de la obra -y éste es el mayor resultado psicológico del drama-, Macbeth es perfectamente reconocible como el mismo hombre y habla la misma lengua; es empujado de delito en delito no por su innata maldad, sino únicamente por lo que se le aparece como una necesidad ineluctable. Al final, estalla la rebelión y Macduff y Malcolm, hijo de Duncan, invaden Escocia al frente de un ejército inglés. 

Las brujas habían hecho también otra profecía, que parecía garantizar la impunidad a Macbeth. De qué modo se cumple esa profecía y cómo, sin ser desmentida, desemboca después en la muerte de Macbeth, lo escucharán en las escenas que se recitarán a continuación. Al final, como él mismo sabía desde el comienzo, Macbeth es matado por Macduff. Cuando el verdadero significado de la profecía se le hace claro, abandona toda esperanza y muere combatiendo, sostenido por el puro instinto del guerrero que muere en pie y no se rinde nunca. 

En todas las grandes tragedias shakesperianas, el tema presenta nexos reconocibles con la vida diaria. En Antonio y Cleopatra, por ejemplo, el tema es el poder que una mujer indigna puede llegar a tener sobre un hombre muy valiente y dotado. El tema de Hamlet es la disociación entre la inteligencia y la habilidad práctica. En el Rey Lear tenemos un tema muy sutil: la dificultad de distinguir entre generosidad y debilidad (motivo que reparece en forma más cruda en Timón de Atenas). 

En Macbeth el tema es, simplemente, la ambición. 

Y aunque todas las tragedias de Shakespeare puedan ser transpuestas en términos de vida contemporánea cotidiana, la historia de Macbeth me parece entre todas la más próxima a la experiencia común. En pequeño y en modo relativamente inocuo, todos nos hemos comportado alguna vez, y con consecuencias semejantes, de un modo bastante análogo al de Macbeth. 

Si quieren, Macbeth es la historia de Hitler o de Napoleón. Pero es también la historia de cualquier empleado de banco que falsifica un cheque, de un funcionario cualquiera que acepta una coima, de cualquier ser humano, en realidad, que aproveche cualquier mezquina conveniencia para sentirse más importante y superar un poco a sus colegas.

Esto se funda sobre la ilusoria convicción humana de que una acción pueda permanecer aislada, que uno pueda decirse a sí mismo: “Cometeré sólo este crimen para lograr mi fin e inmediatamente me haré respetable”. Pero en la práctica, como descubre Macbeth, de un crimen nace otro, aunque no crezca la maldad de quien lo comete. Su primer asesinato lo realizó para mejorar su status; los siguientes, mucho peores, los cometió en defensa propia.

A diferencia de la mayoría de las tragedias shakesperianas, Macbeth se asemeja a las tragedias griegas en cuanto es posible prever el final. Desde el comienzo se sabe en términos generales lo que sucederá. Esto hace todavía más emocionante el último acto, aunque, en mi opinión, la mayor fascinación de la historia reside en su esencial banalidad. Hamlet es la tragedia de un hombre que no sabe cómo cometer un delito. Macbeth es la tragedia de un hombre que sabe cometerlo, y aunque la mayoría de nosotros no cometa, en realidad, delitos, la situación de Macbeth es la más cercana a la vida cotidiana. 

Vale la pena hacer notar que la introducción de la magia y de la brujería no confiere a la obra un aire de irrealidad. En efecto, aunque el clímax, la emotiva culminación del último acto, dependa de la exactitud con que se cumple la profecía de las brujas, éstas no son en absoluto indispensables en el drama. Podrían ser eliminadas sin alterar la esencia de la historia. Probablemente fueron insertadas para atraer la atención del rey Jacobo I, que acababa de subir al trono y que creía firmemente en la brujería. 

Hay una escena que fue casi seguramente insertada con la idea de adular al rey. Esa escena, o parte de escena, es el único punto débil de la obra y debería eliminarse de las representaciones. Pero, aun así como figuran en el drama, las brujas no ofenden la percepción general de plausibilidad. No cambian nada ni trastornan el curso de la naturaleza: se limitan a predecir el futuro, un futuro que el espectador puede, por otra parte, prever. 

Se tiene la sensación de que en cierto sentido también Macbeth está en condiciones de prever lo que sucederá. Las brujas están presentes, en efecto, simplemente para hacer más intenso un sentido de predestinación negativa. Un escritor moderno que debiera narrar esta historia discurriría quizá sobre el inconsciente de Macbeth, en vez de hablar de brujería. Pero lo esencial es el modo gradual en que se desarrollan las consecuencias de aquel primer delito, y la semiconciencia que Macbeth tiene, en el mismo momento de realizarlo, de que ese crimen lo llevará inevitablemente al desastre. 

Macbeth es el único de los dramas shakesperianos en el que el vilain, el malvado y el héroe coinciden. Casi siempre, en Shakespeare se está ante el espectáculo de un hombre bueno, como Otelo o como el Rey Lear, que sufre una desgracia; o de un hombre malo, como Iago, que hace el mal por pura maldad.

En Macbeth la culpa y la desgracia son una misma cosa; un hombre que no podemos considerar del todo malvado realiza acciones malvadas.

Es muy difícil no emocionarse por ese espectáculo. Dado que el drama está tan bien urdido que hasta la más incompetente de las puestas en escena no logra arruinarlo, y dado que, además, contiene algunos de los mejores versos que Shakespeare haya escrito jamás, creo tener razón cuando lo defino como lo hice al comienzo, el más perfecto de sus dramas.
 


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