21 jul 2019

TOMÉ

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La industria molinera fue de gran importancia en la provincia de Concepción, especialmente en Tomé. A mediados del siglo XIX el trigo generó cuantiosas ganancias y fomentó el crecimiento en la región del Bío Bío.
Hoy no quedan más que ruinas y recuerdos. Pero hace casi dos siglos, en Tomé, la industria molinera tuvo su época de esplendor, generando gran riqueza a partir de la producción de harina de trigo.
La historia cuenta que hacia 1830 un grupo de inversionistas extranjeros arribó al centro sur de Chile con el fin de financiar la construcción de molinos.
Este auge se vincula con la “fiebre del oro”, período que surgió en 1848 en la costa oeste de Estados Unidos. El mineral dorado produjo una masiva migración hacia lugares que en el pasado se encontraban deshabitados. El país del norte comenzó a demandar en gran cantidad productos como harina y trigo para su creciente población, atraída por el oro.
Chile vio una oportunidad para exportar materias primas a Estados Unidos, como la harina y el trigo. Fue así que la industria molinera empezó a expandirse dentro el país.
Con los años se levantaron en la provincia de Concepción gigantescos molinos como el Bellavista (1850), el Rincón Grande (1852), el Colorado (1856), Brañas Mathieu (1870), Santa Rosa (1890) y Köster (1905).


Fotografía: Museo Histórico de Tomé.
Fotografía: Museo Histórico de Tomé.

Tecnología mundial

En Tomé, la actividad molinera inició oficialmente en febrero de 1842 con la apertura del Molino Collén; le siguieron, más tarde, el Molino Tomé, en el mismo año, y el Molino Caracol en 1843.
La tecnología fue el sello distintivo para estos gigantes. Sus equipos y maquinarias eran adquiridos en Europa y Estados Unidos. Asimismo, se trajo a técnicos extranjeros para supervisar las operaciones de molienda (proceso durante el cual el grano de trigo se rompe).
El historiador estadounidense Arnold Bauer, especialista en historia de Chile y Latinoamérica, en una de sus obras, señaló que “los molinos chilenos de aquella época eran tecnológicamente tan buenos como los de cualquiera otra parte del mundo”.
Con el aumento de exportaciones de trigo surgieron otros grandes molinos como el Bellavista (1850), el Rincón Grande (1852) y el Colorado (1856). Uno de los más recordados y exitosos fue el Molino California (1847), que contó incluso con su propio tren aéreo.

Un tren colgante

El Molino California, propiedad del empresario Ramón Cruz, inició sus operaciones en 1847. La industria, con el paso de los años, tuvo diferentes dueños, como las familias Aninat, Urrejola y en la época de mayor esplendor a Ramón León Luco e Hijos.
Su nombre tiene relación con el estado de California, donde desembarcó gran parte de la producción molinera durante la “fiebre del oro”.
El historiador Leonardo Mazzei de Grazia, en su “Historia económica regional de Concepción 1800-1920”, destaca que hacia 1850 el 67% de la harina chilena era enviada desde el puerto de Tomé hasta los Estados Unidos.
En tiempos de apogeo, el molino California llegó a contar con hasta 200 trabajadores y logró una producción máxima de 2.570 quintales de harina en un día, como detalla el historiador Alejandro Sanhueza, en su libro “Historia de Tomé”.
La fábrica también innovó en el tiempo. “Se distinguió no solamente por la calidad de sus productos, sino también por la alta tecnología que utilizó. En junio 1896, se instaló allí el primer ferrocarril aéreo del país”, explica el historiador tomecino Rolando Saavedra.
El tren aéreo, exhibido por primera vez en 1884, en una exposición minera en Santiago, asombró al empresario francés Antonio Aninat, entonces dueño del Molino California.
“Él quería reducir costos, principalmente de traslado de los sacos de harina hasta la zona de embarque, y ese invento le solucionó el problema. Fue una innovación espectacular”, menciona Luis Molina, director del Museo Histórico de Tomé.
El ferrocarril aéreo se extendió desde el mismo molino –ubicado en el interior de Tomé, a la altura actual de la Pesquera Camanchaca– para atravesar el Cerro La Pampa y terminar en el puerto de la comuna.
El tren tenía una distancia cercana a los 1.500 metros de longitud y contaba con carritos –gigantes canastas de metal– impulsados por energía eléctrica, producida por una turbina de agua y un locomóvil.


Fotografía: Museo Histórico de Tomé.
Fotografía: Museo Histórico de Tomé.

Recuerdos

De los molinos, especialmente los del litoral tomecino, no quedan más que escritos y recuerdos, conservados hoy en la memoria de quienes tuvieron la suerte de vivir esta bonanza que revivió la economía regional, tras las guerras de la independencia y el terremoto de 1835.
Juan Alberto Toledo tenía 7 años cuando llegó con su familia a vivir al barrio California, en Tomé.
“Fue en 1945. El molino era un edificio gigantesco de ladrillo con cuatro pisos; tenía hartos ventanales por donde entraba la luz de día y cañerías por donde pasaba el trigo y la harina. Recuerdo el ruido del trigo al molerse y de la bocina que avisaba la hora de entrada y salida”, cuenta con nostalgia Juan Toledo.
La colosal estructura se ubicaba estratégicamente junto al arroyo Collén, desde donde se obtenía el agua para mover las turbinas y generar la electricidad.
“Varios niños espiábamos por unos agujeros lo que hacían dentro del molino (…) Recuerdo que una vez se nos ocurrió colgarnos de los carros. Yo empecé a tomar mucha altura, entonces me solté y caí en medio de unos matorrales”, cuenta entre risas Toledo.


Fotografía: Alexander Torres.
Fotografía: Alexander Torres.

El gigante se despide

El histórico Molino California cerró sus puertas el 1 de enero de 1947. Se convirtió en el más longevo de los existentes en la zona, después de 100 años de producción ininterrumpida de harina de trigo.
La industria molinera tuvo su declive hacia 1860, cuando los mercados internacionales comenzaron a cerrar y, por ende, la producción se redujo drásticamente.
“Contribuyó el tema del ferrocarril, ya que permitió recibir provisiones tanto del norte como del sur. (…) También la instalación de otros molinos, especialmente en Concepción, como el Molino El Globo”, agrega el historiador Rolando Saavedra.
Del cierre fue testigo Rosa Riquelme (80), casada también hace seis décadas con Juan Toledo.
“Llegamos en 1947, cuando tenía 8 años. La Fábrica Italo Americana de Paños (FIAP) y la Fábrica Nacional de Paños Bellavista habían comprado una pequeña población para los trabajadores textiles, entre los que estaba mi papá. En ese lugar vivieron obreros molineros y era conocido como Pueblo Hundido”, recuerda Riquelme.
Rosa Riquelme y su familia vivieron por 13 años en ese lugar. Su padre estuvo a cargo de vigilar la turbina de agua que generaba luz para el molino y las casas.
“Recuerdo las máquinas antiguas, los embudos gigantes donde echaban el trigo y las ruedas que daban vuelta los engranajes para moler”, describe Rosa.
Tras el terremoto de 1960, las casas de adobe en las que habitaban Rosa y su familia se agrietaron, por tanto, tuvieron que vivir temporalmente en un granero del molino. La estructura del California, no obstante, se mantuvo incólume. Fue el paso del tiempo el que se encargó de hacerlo desaparecer.
No se tiene certeza, pero un muro de ladrillos, ubicado en Manuel Montt, la calle principal del Barrio California, sería de los pocos vestigios que van quedando del molino. Con mayor certidumbre, en la casa de Rosa Riquelme y Juan Toledo se conservan todavía una mesa y un ropero del desaparecido gigante.


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