EL PURGATORIO DE UN CRIOLLO ANTIGUO
Prólogo a la edición revisada
En privado, y ahora en público desgraciadamente, he sido bastante monologador, pero siempre con otra persona cerca. En uno de esos soliloquios le hablaba a Cecilia de distintos asuntos que viví antes de conocerla y también de después. Más de una vez ella me preguntó por qué no escribía algunas de esas historias habladas, incluso me insinuó que si no quería escribirlas a mano, como siempre lo hago con mis versos, las grabase para luego ser transcritas.
Creí tener la aptitud de, en buenas cuentas, dictar oralmente cosas que serían hechas públicas por escrito. Conocía algunos ejemplos de libros dictados y pensé tener esa capacidad, pero comprobé después de hacerlo, con el caso de estas mismas Memorias, que no me resultaba como sí lo consiguió el gran escritor francés Stendhal con su novela La Cartuja de Parma. Contra mi ilusión, no tengo esa facultad y por lo tanto no resultó bien lo que pensamos mi mujer y yo. Requiero de bastante corrección porque repito no sólo palabras, frases, sino también temas. Por lo mismo se hizo necesaria la reedición de la presente obra, de la cual se hizo cargo el escritor Iván Quezada, para así lograr una versión más seria o menos caprichosa que la primera.
Tengo la tendencia de aburrirme en distintas circunstancias, como la de escribir. Cuando me siento obligado o inducido por mí mismo a escribir algo, trato de hacerlo de la manera más rápida posible para no caer en el tedio. No es que me cueste escribir a mano como acostumbro, sino que antes de terminar un libro me canso y lo doy por concluido de forma brusca y no muy compuesta. (La palabra «clásico» es demasiado para mis ensayos, pero puede ser que con mis textos sobre otros escritores no cayese en esa precipitación de acabarlos luego y cortar el flujo de lo pensado, hablado y escrito acerca de ellos.)
La verdad, siento pudor por contar mi vida, pero a la vez he sido muy impúdico al hablar en primera persona de cosas subjetivas y vividas. Alguna vez los enumeré mentalmente: son siete mis libros en prosa con recuerdos personales o, por decirlo así, con investigaciones subjetivas de mi propia existencia. Gracias a Dios, con la edad uno olvida las cosas de las cuales no quisiera hablar y por lo tanto ni me acuerdo de cuáles son esas obras.
Probablemente Chile ha cambiado mucho desde 1990, el último año de que habla este libro, y yo mismo en mi vida cotidiana, pero por majadería y aun presunción presuntuosa tiendo a considerar que no cambiaría nada de lo escrito y publicado respecto de mi vida personal. Hay algo en esto que acabo de llamar «majadería» que para mí, psicológicamente, es coherencia, o todavía, palabras más serias, integridad personal. De ninguna manera digo que mis conductas han sido irreprochables, pero al leerlas no me siento impelido a cambiar el pasado. Como me lo imagino y lo expresé por escrito estimo vanidosamente que fue.
Habiendo llegado a una edad tan avanzada es como si hubiera vivido cien años. Me siento hablando y escribiendo en forma póstuma, sentimiento que he tenido durante una buena parte de mi vida. Ya desde niño chico me miraba a mí mismo como si fuera póstumo. No soy capaz de ahondar en explicaciones sobre esto, pero creo sinceramente que así ha sido y sigue siendo.
Chile es un asunto que me motiva a darle vueltas día tras día. Tengo (no diré por patriotismo, puede ser por obstinación) la convicción de que este país posee una naturaleza, contextura y extravagancia que lo separan de cualquier otro que conozca por lectura o por haber vivido durante varios años en él. Me siento tan identificado con el territorio geográfico llamado Chile, que no me concibo en otra parte del mundo. Personas como yo descendemos por un lado de los indígenas, puesto que tengo antepasados en los mismos ciento cincuenta hombres que llegaron con Pedro de Valdivia, quienes necesariamente se reprodujeron con nativas. Mi más reciente antepasado no nacido en Chile es el único proveniente de un país distinto a España; fue un francés cuyo barco naufragó entiendo que cerca de Talcahuano y aquí formó familia. Su apellido era de Normandía, Caux, que al ser pronunciado literalmente en castellano pasó en el siglo XVIII a transformarse en Coo, que parece chino. De modo que soy un criollo antiguo, mestizado al comienzo y que no se imagina fuera de su vieja familia chilena. Al identificarme con el país llamado Chile no tengo ninguna especial vanidad, salvo la de ser de este lugar y no poder sino ser de aquí. Resulta que, por motivos de soberbia, me alegro de ser chileno antiguo, lo cual implica una cierta distancia (por no decir desdén) hacia los chilenos más cercanos llegados desde el extranjero.
Por los motivos que acabo no de clasificar, sino de desordenar, albergo la creencia —prácticamente del mundo de la fe más que de las pruebas razonables— de que Chile merece una soberanía lo más intacta posible, y si eso es patriotismo, conforme; lo mismo si es chovinismo, palabra francesa de origen. Mi certidumbre de ser chileno es inseparable de mi convicción de que Chile debe ser soberano, lo cual está acompañado del conocimiento relativo pero más racional de que lo ha sido en su historia.
Me temo que su soberanía puede estar en riesgo por lo ocurrido en las décadas postreras y, sin embargo, deseo y pretendo que no sea así. Ahora, lo que suceda en el futuro lo ignoro, porque las variaciones en la vida del mundo en el último siglo y medio, o desde la Segunda Guerra Mundial si se quiere estrechar el tiempo, son tan grandes que conspiran contra la autonomía soberana de países pequeños como el nuestro. Pero no quiero dar a entender que pienso a Chile como un país nuevo. Con su actual nombre alcanzará ya los quinientos años de edad. En el período del descubrimiento de América, en el siglo XVI, Inglaterra no tenía siquiera quinientos años y lo mismo con España, pese a que su denominación viene desde los latinos romanos. Es mucho tiempo para una autonomía geográfica y política, y por lo tanto creo que nuestro país posee suficiente tiempo para haberse afirmado en la historia más allá de las circunstancias en que estamos.
Me acuerdo de aquel verso de Neruda referido a Lautaro: «Sólo entonces fue digno de su pueblo». Es demasiado para una persona como yo, sería como compararme con Lautaro. Pero el sentimiento de dignidad por ser chileno en los términos en que lo he sido, desde mi nacimiento hasta ahora, me hace considerar este libro de memorias digno de la época en que me tocó vivir.
Aun cuando haya sido un tiempo indigno. Ya sea por mi pesimismo intrínseco o por las experiencias que tuve, me parece bastante humillante para las personas de un país como el nuestro. Sé que hay testimonios semejantes en las antigüedades romanas y medievales, como asimismo en las crónicas de otras culturas y civilizaciones. Por mucho optimismo que se tenga o esperanza en el otro mundo, la vida resulta indigna para todos los seres humanos porque, y daré una explicación de orden religioso más que antropológico, hay una falla en el género humano que hace imposible la perfección. A lo más se alcanza la conciencia de que existen las imperfecciones que disminuyen el valor de cada individuo. Sin embargo, esa conciencia es algo con cierta validez o altura, que es necesario conservar mientras se vive. Admito que es algo complejo y tal vez lo expliqué de manera torpe, pero corresponde a una vivencia efectiva.
Los seres humanos como yo requerimos de una concepción de vivir mejor que la experimentada en la realidad: ser humano, para mí, es sentir la carencia de la perfección, pero a la vez imaginarse o querer que, después de muerto, haya algo divino que incluso tenga carne, como la tuvo Jesucristo en tanto ser humano e hijo de Dios y Dios mismo junto al Espíritu Santo. Que pueda haber no como ilusión, sino como esperanza fundada, un futuro sin tiempo en que tengamos vida divina, eterna y perpetua. Eso va acompañado en la religión cristiana católica del dogma de que, según la conducta en vida, uno se condene al Infierno, que es desgracia permanente, o si lo hecho no fue tan grave, se permanezca en el Purgatorio. Se daría un estado en el Purgatorio en que se padecerían las penas intemporalmente, pero no de manera perpetua, para después acceder al Cielo, o sea, la felicidad eterna. Todo esto, dicho con mis palabras, parece incluso ridículo, pero así es como entiendo la religión cristiana católica y el destino de las personas después de muertas.
Para quienes no tienen esta religión la felicidad sería un mito, pero por mi fe tengo una descripción que es la misma del llamado amor eterno en vida, el amor digamos matrimonial: adhesión brutal a ciegas. Adhesión sería la fe, brutal porque tenemos carne en bruto. La fe y el amor para mí son exactamente lo mismo. El énfasis en lo carnal es fundamental para todos los seres humanos, ya que somos carne. El cristianismo católico es suma e indispensablemente brutal; de hecho, proviene de un ser que sufrió en su cuerpo la crucifixión y la muerte para luego también en carne resucitar, de modo que uno de los experimentos más carnales de un ser humano es profesar íntima, pero también físicamente, la religión católica cristiana.
Ya no evité mis faltas. Quiero decir: hay en mí fuerzas que me impedirían no cometer esas fallas, errores, pecados. Por la gracia podría suceder, pero no por mí mismo. En mis capacidades personales, físicas, mentales y psíquicas no existe tal posibilidad.
Espero el Purgatorio. Las penas allí serán sumamente dolorosas en términos físicos: en dicho estado no sólo sufrirán el espíritu, el alma o la psiquis, sino el ser humano entero. Este mismo libro es una preparación para el Purgatorio.
Capítulo 1
LE DOY VUELTAS AL NACIMIENTO
Creo que todos los seres humanos cuando nacen se encuentran (sin saberlo) con la poesía, porque el primer grito del recién nacido constituye ya un poema en actos. He sostenido que la palabra «ay» o los quejidos que nacen de un profundo dolor o una sorpresa son llantos cargados de sentido hasta un extremo imposible: son ya plena poesía.
Mis primeros recuerdos sé que fueron hechos de poesía y aun de verso; deben de haber sido las «arrurrupatas» o canciones de cuna. Las madres son los grandes antepasados de la poesía. En mi casa, y lo oí también cuando nacieron mis hermanas, mi madre cantaba canciones de cuna y además recitaba versos que recordaba de su tradición oral, que pasó a ser mía.
Las palabras de conversaciones, las escuchadas al azar, las ceremoniales del buenos días, todas las oídas son para el poeta una fuente de su propia poesía. Diría incluso que la mitad, por lo menos, de lo que está presente en su escritura proviene del habla. Cuando digo esto siempre me refiero a aquella poesía inicial en castellano y la que conozco en lenguas antiguas traducidas. Estoy pensando en fragmentos griegos y latinos, también en poemas traducidos del egipcio, del tibetano, del chino y, estoy seguro, de las lenguas modernas que manejo.
La poesía nació niña, nació oral, la poesía nació líquida.
En mi recuerdo son eternos algunos versos. No puedo fijar en algunos sus fechas, en otros sí porque los comparo con sucesos contemporáneos a los que se referían. Entre ellos hay una cantidad de juegos primitivamente orales. Voy a dar dos ejemplos de juegos: «Han dicho que he dicho un dicho y ese dicho no lo he dicho porque si lo hubiera dicho estaría mejor dicho por haberlo dicho yo». Y el segundo: «Pedro Pablo Pinto Pereira pobre pintor portugués pinta paisajes por poca plata para pagar (el) pasaje para pintar (en) París».
Más tardíamente, oído de mi padre, hay un poema de gran calidad poética. Me consta que otras personas lo han escuchado, como José Miguel Varas, y es el siguiente: «En París hay una plaza, en la plaza hay una casa, en la casa hay una pieza, en la pieza hay una cama, en la cama hay una dama y en la dama hay una flor. Ni la flor está en la dama ni la dama está en la cama ni la cama está en la pieza ni la pieza está en la casa ni la casa está en la plaza ni la plaza está en París».
Respecto de dicha oralidad subrayo la aparición de París. La entrada de esa ciudad en el cerebro consciente y en el inconsciente del niño ha debido de influir en su idea de ella, donde después pasó a vivir por destierro entre los años 1973 y 1989, y a la cual volvió dos veces porque residen allí dos de sus hijos hombres y además es una especie de norte en su brújula mental. A mi juicio, mi relación con París proviene mucho más de esas menciones cuando todavía no sabía leer ni escribir, que de las prestigiosas obras decimonónicas que después conocí.
Mi nacimiento registra una variante sobre el mito de que «los niños vienen de París», porque en mi ombligo había una cara de chino. Cuando me percaté de tal cosa, pregunté por qué era así y me dijeron que yo había llegado de China y no de París. Con el paso de años y años resultó que, efectivamente, un período crítico en mi vida se produjo en Pekín, cuando fui embajador allí y vino el golpe de Estado de 1973; al tiempo los chinos reconocieron la junta. Además, de niño, cuando me sorprendían en el fondo del patio haciendo un hoyo con un palo —aprovechando las pozas después de una lluvia— y me preguntaban por qué lo hacía, yo contestaba: «Estoy haciendo un hoyo para llegar a Pekín».
Pero la poesía también se encuentra en monólogos de personas mayores. Puedo consignar algunos que me proporcionaron ciertas reglas de vida. Uno debió de producirse el año de 1936, cuando escuché a mi abuelo materno comentar, mientras leía los diarios, la invasión de la Italia de Mussolini a Etiopía. En la foto estaba el emperador Haile Selassie, que pasó a ser un personaje en mi imaginación. Mi abuelo dijo: «Y estos bárbaros fascistas se lanzan contra el pueblo de pobres negros, les tiran bombas, usan gases como en la Primera Guerra Mundial para asesinar y cometen crímenes inaceptables; y además en Italia misma algunos curas y obispos bendicen las banderas fascistas de las tropas que van a Etiopía».
Creo que ese recuerdo es el más antiguo de los míos referente a otras partes del mundo y a hechos históricos que se estaban produciendo. Mi abuelo era fuertemente antifascista, denostaba al Mussolini de los años veinte y después al de los años treinta.
Yo nací el año de 1933. Supe después que fui concebido en un día en que Hitler tomaba el poder en Alemania. También recuerdo haber oído a mi abuelo hablar en contra de Hitler; sin embargo, debo agregar que de niño, cuando me peinaba, intentaba seguir dos siluetas: una era la de Chaplin, cuyas películas mudas veía en los cumpleaños, y la otra era la de Hitler. Siento mucho que sea así, pero era lo que pasaba cuando un niño nacía en ese año.
Otro recuerdo oral de mi abuelo materno dice relación con su apellido: afirmaba que no solamente era «Arce» —se llamaba «Leoncio Arce Zúñiga»—, sino compuesto, como el primer Arce que llegó a Chile, o sea, «Arce Cabeza de Vaca». Hace poco tiempo, en el segundo tomo del libro de genealogía Familias fundadoras de Chile, apareció la línea directa que llega a un hermano de mi madre y a sus descendientes, y creo que también aparecen mi madre y sus hijos, de los cuales el mayor soy yo. Puede haber sido el año 1938 o 1939 cuando vi a mi abuelo materno indignarse porque en El Diario Ilustrado aparecía un artículo escrito por un conservador, pechoño y beato (desagradable pero cómico a la vez, Salvador Valdés Morandé), en donde se permitía decir que los nombres populares de la clase baja chilena eran tales y cuales, aludiendo al de Zúñiga, que, como ya anoté, era el segundo de mi abuelo. Leyó la nota en voz alta, sentado a la hora del té en su casa de calle Dieciocho, y cuando llegó al apellido Zúñiga tiró el diario al suelo, vociferando:
—Qué se les ha ocurrido a estos descendientes de los vizcaínos y de otros que llegaron a Chile en el siglo XVIII a v
--..--