SALUD
marian rojas
Cómo hacer que te pasen cosas buenas
https://www.youtube.com/watch?v=8tSHM0qcGzk
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SALUD
marian rojas
https://www.youtube.com/watch?v=8tSHM0qcGzk
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Cómo engañar a tu cerebro para que libere sustancias químicas que te
hacen feliz
Existe un
vínculo entre el cerebro humano y las emociones, que puedes aprovechar para
aprender a ser feliz.
El
sistema límbico es la parte del cerebro que controla nuestras emociones, motivación y
comportamiento. El cerebro actúa
como un mecanismo de supervivencia que produce sustancias químicas que le
permiten a nuestro cuerpo saber lo que es bueno y malo para nosotros, y eso incluye encontrar la felicidad.
Nuestro
cerebro está siempre alerta y tiende a concentrarse en la negatividad para
protegernos del daño. Pero nadie quiere que su cerebro esté alerta y enfocado
en la negatividad todo el tiempo.
¿Sabía
que en realidad puede aumentar las sustancias químicas del cerebro para
"sentirse bien" que pueden hacerlo sentir feliz? Solo necesita
aprender a aprovechar estos cuatro químicos principales: dopamina, oxitocina, serotonina y
endorfinas.
Si
bien los eventos y situaciones cotidianos activan estos neurotransmisores
automáticamente, hay formas de alentar al cerebro a producirlos, lo que nos permite crear y repetir sentimientos de
felicidad.
Las
personas verdaderamente felices saben qué las hace más felices, qué es lo que
libera esos químicos. Y cuando se liberan esos productos químicos, nos sentimos
más motivados, productivos y experimentamos un mayor bienestar.
Para
comenzar a ser feliz, aquí están los 4 químicos cerebrales conectados a sus
emociones que aumentarán su felicidad.
1.
Dopamina
A menudo conocida como la "droga de la
felicidad", es responsable de motivarnos a actuar, tomar decisiones y
sentir placer cuando alcanzamos nuestras metas.
La
dopamina es la forma que tiene el cerebro de darnos palmaditas en la espalda
por un trabajo bien hecho cuando marcamos un gol, sacamos una 'A' o cruzamos la
línea de meta, por ejemplo.
¿Experimentas
procrastinación, dudas sobre ti mismo o letargo? Los niveles bajos de dopamina
podrían ser los culpables. Es hora de fabricar algunas victorias para el
'equipo tú'.
Aquí
hay formas de aumentar sus niveles de dopamina:
· Crear mini líneas de
meta para cruzar en lugar de solo una final grande cuando se logra una meta nos
ayuda a sentirnos bien durante un período de tiempo más largo.
· Iniciar actos de
bondad hacia los demás le da al cerebro una dosis de dopamina.
· Dejar de fumar. Un
estudio reciente mostró que los fumadores tenían un 15-20% menos de capacidad
para producir dopamina que los no fumadores, pero es reversible si deja de
fumar.
2.
Oxitocina
Cariñosamente conocida como la "hormona
del abrazo", se libera a través de interacciones sociales como dar (o
recibir) obsequios, hacer contacto visual, dar o recibir afecto (como un
apretón de manos, un abrazo o una palmada en el hombro), dar a luz o tener
relaciones sexuales.
Aquí
hay formas de aumentar sus niveles de oxitocina:
·
Haga contacto visual
durante sus conversaciones.
·
Recibir un masaje.
·
Abrace a un amigo,
acaricie a su mascota o comparta un momento más íntimo con un ser querido.
·
Meditación y
oración.
3.
Serotonina
¿Estás de buen humor? Puedes agradecer a la
serotonina. La serotonina es el fármaco antidepresivo preferido del cerebro.
Surge cuando sientes que tu vida y tus esfuerzos importan.
¿Se siente 'hambriento' (hambriento y
enojado)? Dado que el 80 por ciento de la serotonina existe en el estómago,
saltarse las comidas reduce la serotonina, lo que puede provocar mal humor.
Aquí hay formas de aumentar sus niveles de serotonina:
·
Expresar gratitud.
·
Aumente su
exposición a la luz solar. Esto produce vitamina D que, a su vez, desencadena
la serotonina.
·
Ten pensamientos
positivos. La serotonina no distingue entre realidad e imaginación, por lo que
cuando la imaginación o la memoria están activas, produce serotonina como si el
evento fuera real.
·
Ejercicio. Incluso
el ejercicio discreto estimula la serotonina, por lo que la jardinería, pasear
perros o jugar con sus hijos cuentan.
4.
Endorfinas
Si alguna vez te golpeaste el pulgar con un
martillo, te golpeaste el dedo del pie o experimentaste un "subidón de
corredor", entonces sabes cómo se sienten las endorfinas. Actúan como la
morfina para aliviar el dolor y el estrés.
Aquí
hay formas de aumentar sus niveles de endorfinas:
·
Comer chocolate. El
chocolate contiene fenetilamina que estimula las endorfinas.
·
El ejercicio libera endorfinas.
Tan solo 30 minutos pueden hacer el truco.
·
Encuentre
oportunidades para reír. Se ha demostrado que la risa libera endorfinas.
·
Usa aromaterapia.
Ciertos aromas influyen en la producción de endorfinas: intente difundir
vainilla, lavanda o menta en el aire, en su baño o en su próxima taza de té o
café.
·
Cuando diseña sus
experiencias y hábitos diarios en torno a este conocimiento, puede activar
estos productos químicos, aumentar su productividad y, lo que es más
importante, aumentar de manera proactiva su felicidad.
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https://narrativabreve.com/2013/10/cuento-breve-bradbury-lluvias-suaves.html
Cuento breve recomendado: «Vendrán lluvias suaves»,
de Ray Bradbury
Deberíamos enseñar a escribir y leer desde el parvulario
hasta el primer grado, de tal modo que cuando el chico llegara a los ocho años
ya supiera saber leer y escribir correctamente. No se puede enseñar por
ordenador. Algunos dicen que sí, pero yo pienso que no se puede. Si la
televisión, Internet, el ordenador, llegan más tarde a las vidas de los chicos,
habrá una generación sólida y fuerte. Esto depende de los maestros, como de los
padres depende controlar que se lleve adelante ese proceso. Estamos creando una
generación de chicos estúpidos. Y esta situación no puede solucionarla el
ordenador personal, Internet o la televisión; esto sólo puede cambiarlo un aula
con lectura y escritura intensas”.
VENDRÁN
LLUVIAS SUAVES, un cuento de Ray Bradbury
Estados Unidos, 1920
La
voz del reloj cantó en la sala: tictac, las siete, hora de levantarse, hora de
levantarse, las siete, como si temiera que nadie se levantase. La casa estaba
desierta. El reloj continuó sonando, repitiendo y repitiendo llamadas en el
vacío. Las siete y nueve, hora del desayuno, ¡las siete y nueve!
En la cocina el horno del desayuno emitió un siseante suspiro, y de su tibio interior brotaron ocho tostadas perfectamente doradas, ocho huevos fritos, dieciséis lonjas de jamón, dos tazas de café y dos vasos de leche fresca.
-Hoy es cuatro de agosto de dos mil veintiséis -dijo una voz desde el techo de la cocina- en la ciudad de Allendale, California -Repitió tres veces la fecha, como para que nadie la olvidara-. Hoy es el cumpleaños del señor Featherstone. Hoy es el aniversario de la boda de Tilita. Hoy puede pagarse la póliza del seguro y también las cuentas de agua, gas y electricidad.
En algún sitio de las paredes, sonó el clic de los relevadores, y las cintas magnetofónicas se deslizaron bajo ojos eléctricos.
-Las ocho y uno, tictac, las ocho y uno, a la escuela, al trabajo, rápido, rápido, ¡las ocho y uno!
Pero las puertas no golpearon, las alfombras no recibieron las suaves pisadas de los tacones de goma. Llovía fuera. En la puerta de la calle, la caja del tiempo cantó en voz baja: “Lluvia, lluvia, aléjate… zapatones, impermeables, hoy.”. Y la lluvia resonó golpeteando la casa vacía. Afuera, el garaje tocó unas campanillas, levantó la puerta, y descubrió un coche con el motor en marcha. Después de una larga espera, la puerta descendió otra vez.
A las ocho y media los huevos
estaban resecos y las tostadas duras como piedras. Un brazo de aluminio los
echó en el vertedero, donde un torbellino de agua caliente los arrastró a una
garganta de metal que después de digerirlos los llevó al océano distante.
Los platos sucios cayeron en una
máquina de lavar y emergieron secos y relucientes.
“Las nueve y cuarto”, cantó el
reloj, “la hora de la limpieza”.
De las guaridas de los muros, salieron disparados los ratones mecánicos. Las habitaciones se poblaron de animalitos de limpieza, todos goma y metal. Tropezaron con las sillas moviendo en círculos los abigotados patines, frotando las alfombras y aspirando delicadamente el polvo oculto. Luego, como invasores misteriosos, volvieron de sopetón a las cuevas. Los rosados ojos eléctricos se apagaron. La casa estaba limpia.
Las diez. El sol asomó por detrás de la lluvia. La casa se alzaba en una ciudad de escombros y cenizas. Era la única que quedaba en pie. De noche, la ciudad en ruinas emitía un resplandor radiactivo que podía verse desde kilómetros a la redonda.
Las diez y cuarto. Los surtidores del jardín giraron en fuentes doradas llenando el aire de la mañana con rocíos de luz. El agua golpeó las ventanas de vidrio y descendió por las paredes carbonizadas del oeste, donde un fuego había quitado la pintura blanca. La fachada del oeste era negra, salvo en cinco sitios. Aquí la silueta pintada de blanco de un hombre que regaba el césped. Allí, como en una fotografía, una mujer agachada recogía unas flores. Un poco más lejos -las imágenes grabadas en la madera en un instante titánico-, un niño con las manos levantadas; más arriba, la imagen de una pelota en el aire, y frente al niño, una niña, con las manos en alto, preparada para atrapar una pelota que nunca acabó de caer.
Quedaban esas cinco manchas de pintura: el hombre, la mujer, los niños, la pelota. El resto era una fina capa de carbón. La lluvia suave de los surtidores cubrió el jardín con una luz en cascadas.
Hasta este día, qué bien había guardado la casa su propia paz. Con qué cuidado había preguntado: “¿Quién está ahí? ¿Cuál es el santo y seña?”, y como los zorros solitarios y los gatos plañideros no le respondieron, había cerrado herméticamente persianas y puertas, con unas precauciones de solterona que bordeaban la paranoia mecánica.
Cualquier sonido la estremecía. Si un gorrión rozaba los vidrios, la persiana chasqueaba y el pájaro huía, sobresaltado. No, ni siquiera un pájaro podía tocar la casa.
La casa era un altar con diez mil acólitos, grandes, pequeños, serviciales, atentos, en coros. Pero los dioses habían desaparecido y los ritos continuaban insensatos e inútiles.
El
mediodía.
Un perro aulló, temblando, en el porche.
La puerta de calle reconoció la voz del perro y se abrió. El perro, en otro tiempo grande y gordo, ahora huesudo y cubierto de llagas, entró y se movió por la casa dejando huellas de lodo. Detrás de él zumbaron unos ratones irritados, irritados por tener que limpiar el lodo, irritados por la molestia.
Pues ni el fragmento de una hoja se escurría por debajo de la puerta sin que los paneles de los muros se abrieran y los ratones de cobre salieran como rayos. El polvo, el pelo o el papel ofensivos, hechos trizas por unas diminutas mandíbulas de acero, desaparecían en las guaridas. De allí unos tubos los llevaban al sótano, y eran arrojados a la boca siseante de un incinerador que aguardaba en un rincón oscuro como un Baal maligno.
El perro corrió escaleras arriba y aulló histéricamente, ante todas las puertas, hasta que al fin comprendió, como ya comprendía la casa, que allí no había más que silencio.
Olfateó el aire y arañó la puerta de la cocina. Detrás de la puerta el horno preparaba unos pancakes que llenaban la casa con un aroma de jarabe de arce. El perro, tendido ante la puerta, olfateaba con los ojos encendidos y el hocico espumoso. De pronto, echó a correr locamente en círculos, mordiéndose la cola, y cayó muerto. Durante una hora estuvo tendido en la sala.
Las
dos, cantó una voz.
Los regimientos de ratones advirtieron al fin el olor casi imperceptible de la descomposición, y salieron murmurando suavemente como hojas grises arrastradas por un viento eléctrico.
Las
dos y cuarto.
El perro había desaparecido.
En el sótano, el incinerador se iluminó de pronto y un remolino de chispas subió por la chimenea.
Las
dos y treinta y cinco.
Unas mesas de bridge surgieron de las paredes del patio. Los naipes revolotearon sobre el tapete en una lluvia de figuras. En un banco de roble aparecieron martinis y sándwiches de tomate, lechuga y huevo. Sonó una música.
Pero
en las mesas silenciosas nadie tocaba las cartas.
A las cuatro, las mesas se plegaron como grandes mariposas y volvieron a los muros.
Las
cuatro y media.
Las paredes del cuarto de los niños resplandecieron de pronto.
Aparecieron animales: jirafas amarillas, leones azules, antílopes rosados, panteras lilas que retozaban en una sustancia de cristal. Las paredes eran de vidrio y mostraban colores y escenas de fantasía. Unas películas ocultas pasaban por unos piñones bien aceitados y animaban las paredes. El piso del cuarto imitaba un ondulante campo de cereales. Por él corrían escarabajos de aluminio y grillos de hierro, y en el aire caluroso y tranquilo unas mariposas de gasa rosada revoloteaban sobre un punzante aroma de huellas animales.
Había
un zumbido como de abejas amarillas dentro de fuelles oscuros, y el perezoso
ronroneo de un león. Y había un galope de okapis y el murmullo de una fresca
lluvia selvática que caía como otros casos, sobre el pasto almidonado por el
viento.
De pronto las paredes se disolvieron en llanuras de hierbas abrasadas, kilómetro tras kilómetro, y en un cielo interminable y cálido. Los animales se retiraron a las malezas y los manantiales.
Era la hora de los niños.
Las cinco. La bañera se llenó de agua clara y caliente.
Las seis, las siete, las ocho. Los platos aparecieron y desaparecieron, como manipulados por un mago, y en la biblioteca se oyó un clic. En la mesita de metal, frente al hogar donde ardía animadamente el fuego, brotó un cigarro humeante, con media pulgada de ceniza blanda y gris.
Las nueve. En las camas se encendieron los ocultos circuitos eléctricos, pues las noches eran frescas aquí.
Las
nueve y cinco. Una voz habló desde el techo de la biblioteca.
-Señora McClellan, ¿qué poema le gustaría escuchar esta noche?
La
casa estaba en silencio.
-Ya que no indica lo que prefiere -dijo la voz al fin-, elegiré un poema cualquiera.
Una
suave música se alzó como fondo de la voz.
-Sara Teasdale. Su autor favorito,
me parece…
Vendrán lluvias suaves y olores de
tierra,
y golondrinas que girarán con
brillante sonido;
y ranas que cantarán de noche en
los estanques
y ciruelos de tembloroso blanco
y petirrojos que vestirán plumas
de fuego
y silbarán en los alambres de las
cercas;
y nadie sabrá nada de la guerra,
a nadie le interesara que haya
terminado.
A nadie le importará, ni a los
pájaros ni a los árboles,
si la humanidad se destruye
totalmente;
y la misma primavera, al
despertarse al alba,
apenas sabrá que hemos desaparecido.
El fuego ardió en el hogar de piedra y el cigarro cayó en el cenicero: un inmóvil montículo de ceniza. Las sillas vacías se enfrentaban entre las paredes silenciosas, y sonaba la música.
A las
diez la casa empezó a morir.
Soplaba el viento. La rama desprendida de un árbol entró por la ventana de la cocina.
La botella de solvente se hizo trizas y se derramó sobre el horno. En un instante las llamas envolvieron el cuarto.
-¡Fuego! – gritó una voz.
Las
luces se encendieron, las bombas vomitaron agua desde los techos. Pero el
solvente se extendió sobre el linóleo por debajo de la puerta de la cocina,
lamiendo, devorando, mientras las voces repetían a coro:
– ¡Fuego, fuego, fuego!
La casa trató de salvarse. Las puertas se cerraron herméticamente, pero el calor había roto las ventanas y el viento entró y avivó el fuego.
La casa cedió terreno cuando el fuego avanzó con una facilidad llameante de cuarto en cuarto en diez millones de chispas furiosas y subió por la escalera. Las escurridizas ratas de agua chillaban desde las paredes, disparaban agua y corrían a buscar más. Y los surtidores de las paredes lanzaban chorros de lluvia mecánica.
Pero era demasiado tarde. En alguna parte, suspirando, una bomba se encogió y se detuvo.
La lluvia dejó de caer. La reserva del tanque de agua que durante muchos días tranquilos había llenado bañeras y había limpiado platos estaba agotada.
El fuego crepitó escaleras arriba. En las habitaciones altas se nutrió de Picassos y de Matisses, como de golosinas, asando y consumiendo las carnes aceitosas y encrespando tiernamente los lienzos en negras virutas.
Después el fuego se tendió en las camas, se asomó a las ventanas y cambió el color de las cortinas.
De pronto, refuerzos.
De los escotillones del desván salieron unas ciegas caras de robot y de las bocas de grifo brotó un líquido verde.
El fuego retrocedió como un elefante que ha tropezado con una serpiente muerta. Y fueron veinte serpientes las que se deslizaron por el suelo, matando el fuego con una venenosa, clara y fría espuma verde.
Pero el fuego era inteligente y mandó llamas fuera de la casa, y entrando en el desván llegó hasta las bombas. ¡Una explosión! El cerebro del desván, el director de las bombas, se deshizo sobre las vigas en esquirlas de bronce.
El fuego entró en todos los armarios y palpó las ropas que colgaban allí.
La
casa se estremeció, hueso de roble sobre hueso, y el esqueleto desnudo se
retorció en las llamas, revelando los alambres, los nervios, como si un
cirujano hubiera arrancado la piel para que las venas y los capilares rojos se
estremecieran en el aire abrasador. ¡Socorro, socorro! ¡Fuego! ¡Corred, corred!
El calor rompió los espejos como hielos invernales, tempranos y quebradizos. Y
las voces gimieron: fuego, fuego, corred, corred, como una trágica canción
infantil; una docena de voces, altas y bajas, como voces de niños que
agonizaban en un bosque, solos, solos. Y las voces fueron apagándose, mientras
las envolturas de los alambres estallaban como castañas calientes. Una, dos,
tres, cuatro, cinco voces murieron.
En el cuarto de los niños ardió la selva. Los leones azules rugieron, las jirafas moradas escaparon dando saltos. Las panteras corrieron en círculos, cambiando de color, y diez millones de animales huyeron ante el fuego y desaparecieron en un lejano río humeante…
Murieron otras diez voces. Y en el último instante, bajo el alud de fuego, otros coros indiferentes anunciaron la hora, tocaron música, segaron el césped con una segadora automática, o movieron frenéticamente un paraguas, dentro y fuera de la casa, ante la puerta que se cerraba y se abría con violencia. Ocurrieron mil cosas, como cuando en una relojería todos los relojes dan locamente la hora, uno tras otro, en una escena de maniática confusión, aunque con cierta unidad; cantando y chillando los últimos ratones de limpieza se lanzaron valientemente fuera de la casa ¡arrastrando las horribles cenizas!
Y en la llameante biblioteca una voz leyó un poema tras otro con una sublime despreocupación, hasta que se quemaron todos los carretes de película, hasta que todos los alambres se retorcieron y se destruyeron todos los circuitos.
El fuego hizo estallar la casa y la dejó caer, extendiendo unas faldas de chispas y de humo.
En la cocina, un poco antes de la lluvia de fuego y madera, el horno preparó unos desayunos de proporciones psicopáticas: diez docenas de huevos, seis hogazas de tostadas, veinte docenas de lonjas de jamón, que fueron devoradas por el fuego y encendieron otra vez el horno, que siseó histéricamente.
El derrumbe. El altillo se derrumbó sobre la cocina y la sala. La sala cayó al sótano, el sótano al subsótano. La congeladora, el sillón, las cintas grabadoras, los circuitos y las camas se amontonaron muy abajo como un desordenado túmulo de huesos.
Humo y silencio. Una gran cantidad de humo.
La aurora asomó débilmente por el este. Entre las ruinas se levantaba sólo una pared.
Dentro
de la pared una última voz repetía y repetía, una y otra vez, mientras el sol
se elevaba sobre el montón de escombros humeantes:
-Hoy es cinco de agosto de dos mil
veintiséis hoy es cinco de agosto de dos mil veintiséis, hoy es…
Martians
Chronicles (1950). Crónicas
marcianas, Traducción: Francisco Abelenda, Buenos Aires, Minotauro, 1955,
págs. 119-123.
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ASTRO
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Universo zoomeable
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Cap.0
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Cap.1
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Cap.2
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Cap.3
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Cap.4
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Cap.5
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Cap.6
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Cap.7
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Cap.8
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Cap.9
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Cap.15
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LIBROS .- YO: LA VIDA Y LA MUERTE (Spanish Edition) Edición Kindle Edición en Español de Francisca Berguecio Neira (Author)