Final del Reinado de Victoria
Lytton Strachey
Los últimos años fueron años de apoteosis. En la deslumbrada imaginación
de sus súbditos Victoria se elevaba en una nube de purísima gloria hacia las
regiones de la divinidad. Las críticas enmudecieron; fallos que veinte años
antes hubieran sido universalmente reconocidos, ahora eran universalmente
ignorados. El hecho de que el ídolo de la nación fuera un representante muy
poco adecuado a las circunstancias apenas se tenía en cuenta y, sin embargo,
era totalmente cierto. Porque los numerosos cambios que habían tenido lugar en
Inglaterra desde 1837 hasta 1897 en realidad parecían no haber afectado a la
reina. El enorme desarrollo industrial de la época, cuya importancia comprendió
Alberto tan profundamente, significaba muy poco para Victoria. El
extraordinario movimiento científico, que Alberto había igualmente apreciado, a
Victoria le resultaba indiferente. Su concepto del universo, del lugar que el
hombre ocupa en él y de los asombrosos problemas de la naturaleza y la
filosofía no sufrió el menor cambio a lo largo de su vida. Su religión era la
que había aprendido de la baronesa Lehzen y de la duquesa de Kent. Hay que
suponer que también en este aspecto las ideas de Alberto la habrían
influenciado, porque el príncipe era progresista en asuntos religiosos.
Desconfiaba de los espíritus diabólicos y tenía sus dudas acerca de la
veracidad de los milagros en los que intervenían. Incluso Stockmar, en un
notable memorándum sobre la educación del príncipe de Gales, había apuntado la
sugerencia de que, aunque el niño “debe ser educado, indudablemente, en el
credo de la Iglesia de Inglaterra”, no obstante, de acuerdo con el espíritu de
la época, podría excluirse de su formación religiosa ciertas creencias de
“doctrinas sobrenaturales del cristianismo”. Esto, sin embargo, hubiera sido ir
demasiado lejos, y todos los infantes fueron educados en la más estricta
ortodoxia. De haberlo hecho de otra forma, Victoria se habría disgustado mucho,
aunque sus propias concepciones de lo ortodoxo no eran muy claras. Pero su
naturaleza, tan poco imaginativa y nada sutil, instintivamente la hacía
apartarse del complicado misticismo de la Alta Iglesia anglicana; parecía
encontrarse más a gusto en la fe sencilla de la Iglesia presbiteriana de Escocia.
Era lógico que así fuera, ya que Lehzen era hija de un pastor luterano, y los
luteranos y los presbiterianos tienen mucho en común. El doctor Norman Macleod,
un enérgico pastor escocés, fue su principal director espiritual durante muchos
años; y cuando él faltó, Victoria encontraba consuelo charlando tranquilamente
sobre la vida y la muerte con los montañeses de Balmoral. Su sincera devoción
encontró lo que buscaba en las sensatas exhortaciones del viejo John Grant y en
los piadosos refranes de Mrs. P. Farquharson. Ambos poseían las cualidades que
Victoria había admirado tan sinceramente, cuando tenía catorce años, en la Exposición del Evangelio según San Mateo,
del obispo de Chester; eran “sencillos y comprensibles, y estaban llenos de
verdad y buenos sentimientos.” La reina que dio su nombre a la época de Mill y
de Darwin nunca evolucionó más allá.
También se mantuvo igualmente ajena a los movimientos
sociales de su tiempo. Permaneció inflexible ante cualquier cambio, fuera
grande o pequeño. Durante su juventud y su madurez había estado prohibido fumar
en la buena sociedad, y nunca se retractaría de esta prohibición. Aunque
protestaran los reyes, o los obispos y los embajadores invitados a Windsor se
vieran obligados a tumbarse boca arriba en el suelo de sus habitaciones para
fumar y echar el humo por la chimenea…, la prohibición continuaría. Parece
lógico pensar que una mujer soberana debería haber acogido con los brazos
abiertos una de las reformas más vitales de todas las que se produjeron en la época:
la emancipación de la mujer; pero, por el contrario, el mero hecho de oír
mencionar este asunto hacía que la sangre se le subiera a la cabeza. En 1870
cayó en sus manos un informe sobre un mitin a favor del sufragio de la mujer y,
llena de furia, escribió a Mr. Martin: “La reina ansía conseguir que todo el
mundo que sepa hablar o escribir ayude a detener este descabellado, perverso y
erróneo movimiento de “los Derechos de la Mujer”, con todos los horrores que
lleva consigo, y hacia el que su pobre sexo débil se inclina, olvidándose de
todos sus instintos femeninos y de su decencia. Lady… se merece una buena
paliza. Este es un tema que indigna tanto a la reina, que no se puede
controlar. Dios creó al hombre y a la mujer diferentes: dejadles, pues, a cada
uno en su sitio. Tennyson escribió en La
princesa unos versos maravillosos sobre la diferencia del hombre y la
mujer. La mujer se convertiría en el más odioso, cruel y repugnante de los
seres humanos si consintiera perder su feminidad, ¿y dónde iría a parar la
protección de que el hombre dispone para ofrecérsela al sexo débil? La reina
está segura de que Mrs. Martin está de acuerdo con ella.” El argumento era
irrefutable. Mrs. Martin estaba de acuerdo, pero, a pesar de todo, la
enfermedad se propagó.
Respecto a otro tema, sin embargo, se ha afirmado
constantemente que Victoria comprendió el espíritu de su tiempo. Es ya casi
tradicional entre los historiadores complacientes y los políticos aduladores
felicitar a la reina por su actitud tan correcta hacia la Constitución. Pero
tales elogios no se corresponden con los hechos. En los últimos años de su
vida, Victoria se lamentó en más de una ocasión de su comportamiento durante la
crisis de las camareras, y daba a entender que desde entonces se había vuelto
más prudente. Sin embargo, a lo largo de su vida es difícil encontrar algún
cambio importante en su actitud, ni en la teoría ni en la práctica, en
cuestiones constitucionales. El mismo espíritu despótico que la llevó a romper
las negociaciones con Peel aparece en su hostilidad hacia Palmerston, en sus
amenazas de abdicación a Disraeli y en
su deseo de procesar al duque de Westminster por asistir a un mitin sobre las
atrocidades búlgaras. Los complejos y sutiles principios de la Constitución
sobrepasaban sus facultades, y en la evolución que ésta experimentó durante su
reinado, Victoria desempeñó un papel pasivo. De 1840 a 1861 el poder de la
Corona en Inglaterra se incrementó constantemente; de 1861 a 1901 disminuyó en
la misma medida. El primer proceso fue debido a la influencia del príncipe
consorte, el segundo a la de una serie de grandes ministros. Durante el primer
periodo Victoria no pasó de ser una mera
comparsa; durante el segundo, dejó escapar de sus manos los resortes de poder
que Alberto había conseguido reunir con tanta dificultad, y que
irremediablemente quedaron bajo el férreo control de Mr. Gladstone, lord
Beaconsfield y lord Salisbury. Absorta en su vida rutinaria y poco capacitada
para distinguir con claridad entre lo accesorio y lo esencial, Victoria sólo
era remotamente consciente de lo que estaba ocurriendo. De esta forma, al final
de su reinado la Corona era más débil que en ningún otro momento de la historia
de Inglaterra. Resulta bastante paradójico que Victoria recibiera grandes
elogios por asentir a una evolución política que, si se hubiera dado cuenta de
su verdadero alcance, la habría llenado de profunda indignación.
A pesar de todo, no se puede decir que Victoria fuera
un segundo Jorge III. Su autoritarismo, tan fuerte y sin ningún principio que
lo limitara, estaba sin embargo refrenado por ciertas dosis de prudencia. Era
capaz de oponerse a sus ministros con extraordinario vigor; podía permanecer
totalmente insensible a los argumentos y a las súplicas; la firmeza de sus
resoluciones parecía invencible; pero en el momento decisivo su obstinación
cedía. Su innato respeto hacia los asuntos públicos, su habilidad para
afrontarlos y quizá también el recuerdo de la exquisita diplomacia de Alberto
para evitar acciones extremas impedían siempre que Victoria se metiera en un
callejón sin salida. Tenía un sexto sentido que le hacía darse cuenta del
momento en que una situación empezaba a estar fuera de su control, y en ese
punto, invariablemente, transigía. Después de todo, ¿qué otra cosa podía hacer?
Pero, si en todos esos aspectos existía entre la reina y su época una profunda
separación, había también otros muchos puntos en los que la soberana coincidía
plenamente con su tiempo. Victoria entendió muy bien el significado y los
atractivos del poder y de la propiedad, y también la nación inglesa había ido
adquiriendo un creciente dominio de tales enseñanzas. Durante los quince
últimos años de su reinado –puesto que la breve administración de los liberales
en 1892 fue un simple paréntesis–, el imperialismo fue el credo dominante tanto
del país como de Victoria. En esta dirección, si no en otras, sí que había
permitido que su mente evolucionara. Bajo la tutela de Disraeli, los Dominios
británicos en el extranjero había llegado a tener para ella una importancia
mucho mayor que hasta entonces y, sobre todo, Victoria se habría convertido en
una enamorada de Oriente. Se sentía fascinada por la India; incluso consiguió
aprender un podo de indostaní; contrató a algunos criados hindúes, que se
convirtieron en sus inseparables sirvientes, y uno de ellos, Munshi Abdul
Karim, llegó a ocupar en su vida un puesto casi similar al que en otro tiempo
tuviera John Brown. Al mismo tiempo, el espíritu imperialista de la nación
dotaba a la realeza de un nuevo significado, en perfecta armonía con las más
íntimas inclinaciones de Victoria. El Estado inglés era, fundamentalmente, una
estructura del sentido común; pero siempre había algún rincón inaccesible al
sentido común, determinados aspectos en los que, por alguna razón, los
principios normales no eran aplicables y quedaban fuera de las leyes usuales.
De esta forma, los antiguos ingleses habían sido lo suficientemente
inteligentes como para dejar sitio a esa especie de elemento místico que, según
parece, nunca puede ser erradicado de la actividad humana. Y naturalmente, fue
en la Corona, con su venerable antigüedad, sus reminiscencias sagradas y su
imponente espectacularidad, donde se centró el misticismo del Estado inglés.
Pero durante casi dos siglos el sentido común había predominado en el gran
edificio, y el pequeño, inexplorado e inexplicable rincón apenas suscitaba
interés. Posteriormente, con el desarrollo del imperialismo, se produjo un
cambio. Porque el imperialismo, además de un negocio, era una creencia; según
se fue extendiendo, se extendió con él el misticismo en la vida pública inglesa
y, simultáneamente, la Corona empezó a adquirir una nueva importancia. La
necesidad de un símbolo –un símbolo del poderío de Inglaterra, de su
importancia y de su misterioso y extraordinario destino– se hizo más urgente
que nunca. La Corona era ese símbolo, y la Corona descansaba sobre la cabeza de
Victoria. Así, ocurrió que al final de su reinado, aunque el poder de la
soberana se hallaba notablemente disminuido, su prestigio había aumentado
enormemente.
Sin embargo, este prestigio no era sólo el resultado
de los cambios políticos; tenía también un marcado carácter personal. Victoria
era la reina de Inglaterra, la emperatriz de la India, el eje en torno al cual
giraba la magnífica maquinaria, ¡y otras muchas cosas! Y algo importante:
Victoria tenía muchos años, cualidad casi indispensable para alcanzar
popularidad en Inglaterra. Había dado reiteradas pruebas de poseer una de las
características más admirables del género humano: una permanente vitalidad.
Había reinado durante sesenta años, y aún lo seguía haciendo. Y, además, era
todo un personaje. Los rasgos fundamentales de su personalidad estaban muy bien
perfilados y resultaban claramente visibles, incluso a través de esa nube que envuelve
a la realeza. En la mente popular su bien conocida figura adecuada para
suscitar espontáneamente la admiración y la simpatía de la gran mayoría de la
nación. La bondad era entonces la cualidad más apreciada, y Victoria, que a los
doce años había prometido ser buena, cumplió su palabra. El deber, la
conciencia, la moralidad…, la luz de de esas altas antorchas había iluminado
siempre a la reina. Había dedicado su vida al trabajo y no al ocio,
entregándose a sus deberes públicos y a sus obligaciones familiares. El modelo
de sólida virtud que se había impuesto hacía tantos años en el ambiente
hogareño de Osborne no decayó ni por un instante. Durante más de medio siglo
ninguna dama divorciada había entrado a formar parte de la Corte. Victoria,
llevada por su entusiasmo de esposa fiel, había establecido una norma aún más
estricta: rechazaba tajantemente a toda viuda que contrajera matrimonio de
nuevo. Teniendo en cuenta que ella era
el fruto del segundo matrimonio de una viuda, dicha prohibición podía considerarse
como una excentricidad; pero indudablemente era una excentricidad bien
encaminada. Los miembros de la clase media, firmemente asentados en el bastión
de su respetabilidad, disfrutaban con un júbilo especial de la más respetable
de las reinas; tanto, que la consideraban casi como uno más de ellos, aunque
esto hubiera sido exagerar demasiado. Si bien es cierto que muchas de las
características de Victoria se daban con frecuencia entre la clase media, en
otros aspectos –en sus modales, por ejemplo– era decididamente aristocrática. Y
había algo importante que no compartía ni con la aristocracia ni con la clase
media: su actitud para consigo mismo era sencillamente regia.
Todas estas cualidades eran evidentes e importantes;
pero la verdadera fuerza de una personalidad reside en algo más profundo, en
algo fundamental y común a todas sus cualidades, que es lo que realmente la
distingue. En el caso de Victoria la naturaleza de ese elemento subyacente es
fácil de percibir: se trataba de una sinceridad peculiar. Su veracidad, su
franqueza, la intensidad de sus emociones y la forma en que las expresaba eran
las variantes que asumía esa característica dominante. Era su sinceridad la que
la hacía parecer, a la vez, impresionante, encantadora y absurda. Iba por la vida
con la majestuosa certeza de quien es incapaz de mantener una actitud ambigua,
tanto de cara a los demás como respecto a sí mismo. Se manifestaba tal cual
era: la reina de Inglaterra, íntegra e incuestionable; el mundo podía aceptarla
o no; ella no tenía nada más que demostrar, explicar o modificar; y con su
incomparable porte seguía su camino. No se trataba sólo de que prescindiera de
todo disimulo, sino que ni la discreción, la reserva, y a veces ni siquiera los
imperativos de su propio rango afectaban su sinceridad. Como decía lady
Lyttelton, “hay una transparencia en su verdad que resulta muy sorprendente; no
existe sombra de exageración cuando describe sentimientos o hechos; he conocido
a muy poca gente así. Tal vez haya personas tan sinceras como ella, pero creo
que siempre muestran algún tiempo de reserva. Victoria lo dice todo tal como
es, ni más ni menos”. Lo decía todo, y también lo escribía todo. Sus cartas son
un torrente de expresividad que no cesa de inundarnos. Todo cuanto hay en su
mente se precipita y surge como fuerza espontánea. Su estilo, aunque nada
literario, tiene el indudable mérito de ser el vehículo idóneo para plasmar sus
sentimientos y sus ideas; y hasta sus frases tópicas están impregnadas de un
toque personal característico. No cabe duda de que fueron sus escritos los que
conmovieron el corazón del pueblo. Tanto sus Diarios de Escocia esa crónica sencilla en la que relata sus
experiencias personales sin un ápice de afectación ni de timidez, como los
significativos mensajes a la nación que de vez en cuando publicaba en los
periódicos hacían que la gente se identificara con ella. El pueblo percibía
instintivamente la irresistible sinceridad de Victoria y respondía a ella.
Verdaderamente era un rasgo encantador.
Tal vez fuera su personalidad y su posición –la
maravillosa combinación de ambas– lo que en definitiva resultó fascinante. La
menuda y anciana dama, con su pelo blanco y su sencilla ropa de luto, solía
aparecer sentada en la silla de ruedas o en su carroza, y detrás, a escasa
distancia, envolviéndola en una sugerente atmósfera de misterio y poder, iban
los criados indios. Esta era la imagen más frecuente, y resultaba admirable;
pero en ciertos momentos era preciso que la viuda de Windsor se manifestase
como reina. La última y más gloriosa de tales ocasiones fue el Jubileo de 1897.
En aquella ocasión, en la que el espléndido cortejo que escoltaba a
Victoria recorrió las calles de Londres,
llenas de gente y resonantes de alegría, en dirección a la catedral de San
Pablo, donde tendría lugar la ceremonia de acción de gracias, la grandeza de su
reino y la adoración de sus súbditos brillaron juntas. Las lágrimas brotaban de
los ojos de Victoria y, mientras la multitud que la rodeaba prorrumpía en
gritos de júbilo, ella repetía una y otra vez: “¡Qué cariñosos son conmigo!,
¡qué cariñosos son conmigo!” Aquella noche su mensaje llegó a todos los
rincones del Imperio: “Doy las gracias de todo corazón a mi querido pueblo.
¡Que Dios le bendiga!” El largo viaje estaba a punto de concluir. Pero la
viajera, que había llegado hasta tan lejos atravesando tantas experiencias
distintas, caminaba con su paso resuelto de siempre. La joven, la esposa, la
anciana, todas eran la misma persona: la vitalidad, la diligencia, el orgullo y
la sencillez la acompañaron hasta el último momento.
El atardecer había sido dorado, pero el día terminó
entre nubes y tempestades. Por necesidades imperiales, por ambiciones
imperiales, el país se vio implicado en la guerra de Sudáfrica. Se produjeron
algunos reveses, contratiempos, desastres cruentos; por un momento la nación se
estremeció y la reina compartió con ansiedad su angustia. Pero su optimismo era
grande, y ni su valor ni su confianza vacilaron en ningún momento. Se lanzó a
la lucha en cuerpo y alma, trabajó con intensificado ardor, se interesó por
todos los pormenores de las hostilidades y trató por todos los medios a su
alcance de servir a la causa nacional. En abril de 1900, cuando contaba ochenta
y un años, tomó la extraordinaria decisión de cancelar su visita anual al sur
de Francia y viajó a Irlanda, que había abastecido con un gran número de
reclutas a los ejércitos en activo. Pasó tres semanas en Dublín recorriendo las
calles de la ciudad sin escolta armada, a pesar de todas las advertencias de
sus consejeros. La visita fue un éxito rotundo. Sin embargo, durante su
estancia en tierras irlandesas empezó a dar por primera vez en su vida muestras
de agotamiento.
Las grandes tensiones y preocupaciones ocasionadas por
la guerra acabaron afectándola. Dotada por la naturaleza de una constitución
robusta, aunque en sus periodos de depresión ella misma se consideraba enferma,
Victoria había gozado de una excelente salud a lo largo de sus muchos años.
Siendo ya anciana había padecido de reuma, lo que la obligó a ayudarse con un
bastón y, más tarde, a utilizar una silla de ruedas, pero no sufrió ninguna
otra enfermedad, hasta que en 1898 una incipiente catarata le dificultó la
visión. A partir de entonces cada vez le resultaba más difícil leer, aunque
todavía podía firmar e incluso, con alguna dificultad, escribir cartas. Sin
embargo, en el verano de 1900 aparecieron síntomas preocupantes: la memoria, de
la que por tantos años se había sentido tan orgullosa, ahora le fallaba a
veces; presentaba algunos indicios de afasia y, hacia el otoño, aunque no
padecía ninguna enfermedad concreta, daba muestras inconfundibles de una
decadencia física generalizada. No obstante, incluso en estos últimos meses, su
voluntad de hierro se mantuvo firme. El trabajo rutinario de cada día seguía al
mismo ritmo e incluso se incrementaba, ya que la reina, con asombroso tesón,
insistía en comunicarse personalmente con muchos hombres y mujeres que se
habían visto directamente afectados por la guerra.
Hacia finales del año los restos de sus últimas
fuerzas casi la habían abandonado, y en los primeros días del nuevo siglo
resultaba evidente que lo único que la mantenía en pie era su fuerza de
voluntad. El 14 de enero mantuvo en Osborne una entrevista de una hora con lord
Roberts, que acababa de volver victorioso de Sudáfrica. Se interesó por todos
los pormenores de la guerra y aparentemente logró soportar el esfuerzo, pero
cuando terminó la audiencia sufrió un colapso. Al día siguiente, sus médicos
comprendieron que la situación era irreversible; sin embargo, el indómito
espíritu de Victoria siguió luchando. Durante dos días más desempeñó las
obligaciones de la reina de Inglaterra. Fueron sus últimas jornadas de trabajo.
Entonces, y sólo entonces, se desvaneció el optimismo de los que la rodeaban. Su
cerebro se debilitaba y su vida se extinguía lentamente. Su familia se reunió
en torno a ella; aún vivió un poco más, silenciosa y aparentemente insensible,
y falleció el 22 de enero de 1901.
Cuando se hizo pública la noticia del inminente final,
dos días antes del desenlace, una inmensa ola de dolor sacudió al país. Parecía
como si estuviera a punto de producirse un espantoso cataclismo de la
naturaleza. La inmensa mayoría de los súbditos de Victoria no había conocido
una época en la que ella no fuera su reina. Se había convertido en una parte
indisoluble de sus esquemas vitales, , y la sola idea de que estaban a punto de
perderla les resultaba inconcebible. Ella misma, cuando yacía ciega y
silenciosa, parecía, a los ojos de quienes la contemplaban, estar despojada de
todos sus pensamientos, haberse sumido de pronto en el olvido. Sin embargo, tal
vez en las cámaras secretas de la conciencia seguían latiendo sus recuerdos.
Quizá en su desfallecida mente todavía flotaban las sombras del pasado y por
última vez recordaba las imágenes evanescentes de su larga historia,
retrocediendo más y más entre la niebla de los años hasta llegar a los
antiguos, a los más remotos recuerdos: los bosques de Osborne, repletos de
prímulas para lord Beaconsfield; las ropas estrafalarias de lord Palmerston y
su distinguido porte, y la cara de Alberto a la luz de la lámpara verde, y el
primer ciervo cazado por Alberto en Balmoral, y Alberto con su uniforme azul y
plata, y el barón entrando por la puerta, y lord Melbourne soñando en Windsor
mientras graznaban los grajos en los olmos, y el obispo de Canterbury de
rodillas al amanecer, y las exclamaciones ridículas del viejo rey, y la voz
suave del tío Leopoldo en Claremont, y Lehzen con los globos terráqueos, y las
plumas de su madre acariciándola a su paso, y el antiguo reloj de su padre en
su estuche de concha de tortuga, y la alfombra amarilla, y aquellos queridos
volantes de muselina bordada, y los árboles y el césped de Kensington.
Enviado por Rafael Otano.-
Gracias Profe.-
Gracias Profe.-
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