2 jun 2014

ABDICAR



Final del Reinado de Victoria
Lytton Strachey

Los últimos años fueron años de apoteosis. En la deslumbrada imaginación de sus súbditos Victoria se elevaba en una nube de purísima gloria hacia las regiones de la divinidad. Las críticas enmudecieron; fallos que veinte años antes hubieran sido universalmente reconocidos, ahora eran universalmente ignorados. El hecho de que el ídolo de la nación fuera un representante muy poco adecuado a las circunstancias apenas se tenía en cuenta y, sin embargo, era totalmente cierto. Porque los numerosos cambios que habían tenido lugar en Inglaterra desde 1837 hasta 1897 en realidad parecían no haber afectado a la reina. El enorme desarrollo industrial de la época, cuya importancia comprendió Alberto tan profundamente, significaba muy poco para Victoria. El extraordinario movimiento científico, que Alberto había igualmente apreciado, a Victoria le resultaba indiferente. Su concepto del universo, del lugar que el hombre ocupa en él y de los asombrosos problemas de la naturaleza y la filosofía no sufrió el menor cambio a lo largo de su vida. Su religión era la que había aprendido de la baronesa Lehzen y de la duquesa de Kent. Hay que suponer que también en este aspecto las ideas de Alberto la habrían influenciado, porque el príncipe era progresista en asuntos religiosos. Desconfiaba de los espíritus diabólicos y tenía sus dudas acerca de la veracidad de los milagros en los que intervenían. Incluso Stockmar, en un notable memorándum sobre la educación del príncipe de Gales, había apuntado la sugerencia de que, aunque el niño “debe ser educado, indudablemente, en el credo de la Iglesia de Inglaterra”, no obstante, de acuerdo con el espíritu de la época, podría excluirse de su formación religiosa ciertas creencias de “doctrinas sobrenaturales del cristianismo”. Esto, sin embargo, hubiera sido ir demasiado lejos, y todos los infantes fueron educados en la más estricta ortodoxia. De haberlo hecho de otra forma, Victoria se habría disgustado mucho, aunque sus propias concepciones de lo ortodoxo no eran muy claras. Pero su naturaleza, tan poco imaginativa y nada sutil, instintivamente la hacía apartarse del complicado misticismo de la Alta Iglesia anglicana; parecía encontrarse más a gusto en la fe sencilla de la Iglesia presbiteriana de Escocia. Era lógico que así fuera, ya que Lehzen era hija de un pastor luterano, y los luteranos y los presbiterianos tienen mucho en común. El doctor Norman Macleod, un enérgico pastor escocés, fue su principal director espiritual durante muchos años; y cuando él faltó, Victoria encontraba consuelo charlando tranquilamente sobre la vida y la muerte con los montañeses de Balmoral. Su sincera devoción encontró lo que buscaba en las sensatas exhortaciones del viejo John Grant y en los piadosos refranes de Mrs. P. Farquharson. Ambos poseían las cualidades que Victoria había admirado tan sinceramente, cuando tenía catorce años, en la Exposición del Evangelio según San Mateo, del obispo de Chester; eran “sencillos y comprensibles, y estaban llenos de verdad y buenos sentimientos.” La reina que dio su nombre a la época de Mill y de Darwin nunca evolucionó más allá.
También se mantuvo igualmente ajena a los movimientos sociales de su tiempo. Permaneció inflexible ante cualquier cambio, fuera grande o pequeño. Durante su juventud y su madurez había estado prohibido fumar en la buena sociedad, y nunca se retractaría de esta prohibición. Aunque protestaran los reyes, o los obispos y los embajadores invitados a Windsor se vieran obligados a tumbarse boca arriba en el suelo de sus habitaciones para fumar y echar el humo por la chimenea…, la prohibición continuaría. Parece lógico pensar que una mujer soberana debería haber acogido con los brazos abiertos una de las reformas más vitales de todas las que se produjeron en la época: la emancipación de la mujer; pero, por el contrario, el mero hecho de oír mencionar este asunto hacía que la sangre se le subiera a la cabeza. En 1870 cayó en sus manos un informe sobre un mitin a favor del sufragio de la mujer y, llena de furia, escribió a Mr. Martin: “La reina ansía conseguir que todo el mundo que sepa hablar o escribir ayude a detener este descabellado, perverso y erróneo movimiento de “los Derechos de la Mujer”, con todos los horrores que lleva consigo, y hacia el que su pobre sexo débil se inclina, olvidándose de todos sus instintos femeninos y de su decencia. Lady… se merece una buena paliza. Este es un tema que indigna tanto a la reina, que no se puede controlar. Dios creó al hombre y a la mujer diferentes: dejadles, pues, a cada uno en su sitio. Tennyson escribió en La princesa unos versos maravillosos sobre la diferencia del hombre y la mujer. La mujer se convertiría en el más odioso, cruel y repugnante de los seres humanos si consintiera perder su feminidad, ¿y dónde iría a parar la protección de que el hombre dispone para ofrecérsela al sexo débil? La reina está segura de que Mrs. Martin está de acuerdo con ella.” El argumento era irrefutable. Mrs. Martin estaba de acuerdo, pero, a pesar de todo, la enfermedad se propagó.
Respecto a otro tema, sin embargo, se ha afirmado constantemente que Victoria comprendió el espíritu de su tiempo. Es ya casi tradicional entre los historiadores complacientes y los políticos aduladores felicitar a la reina por su actitud tan correcta hacia la Constitución. Pero tales elogios no se corresponden con los hechos. En los últimos años de su vida, Victoria se lamentó en más de una ocasión de su comportamiento durante la crisis de las camareras, y daba a entender que desde entonces se había vuelto más prudente. Sin embargo, a lo largo de su vida es difícil encontrar algún cambio importante en su actitud, ni en la teoría ni en la práctica, en cuestiones constitucionales. El mismo espíritu despótico que la llevó a romper las negociaciones con Peel aparece en su hostilidad hacia Palmerston, en sus amenazas de abdicación a  Disraeli y en su deseo de procesar al duque de Westminster por asistir a un mitin sobre las atrocidades búlgaras. Los complejos y sutiles principios de la Constitución sobrepasaban sus facultades, y en la evolución que ésta experimentó durante su reinado, Victoria desempeñó un papel pasivo. De 1840 a 1861 el poder de la Corona en Inglaterra se incrementó constantemente; de 1861 a 1901 disminuyó en la misma medida. El primer proceso fue debido a la influencia del príncipe consorte, el segundo a la de una serie de grandes ministros. Durante el primer periodo  Victoria no pasó de ser una mera comparsa; durante el segundo, dejó escapar de sus manos los resortes de poder que Alberto había conseguido reunir con tanta dificultad, y que irremediablemente quedaron bajo el férreo control de Mr. Gladstone, lord Beaconsfield y lord Salisbury. Absorta en su vida rutinaria y poco capacitada para distinguir con claridad entre lo accesorio y lo esencial, Victoria sólo era remotamente consciente de lo que estaba ocurriendo. De esta forma, al final de su reinado la Corona era más débil que en ningún otro momento de la historia de Inglaterra. Resulta bastante paradójico que Victoria recibiera grandes elogios por asentir a una evolución política que, si se hubiera dado cuenta de su verdadero alcance, la habría llenado de profunda indignación.
A pesar de todo, no se puede decir que Victoria fuera un segundo Jorge III. Su autoritarismo, tan fuerte y sin ningún principio que lo limitara, estaba sin embargo refrenado por ciertas dosis de prudencia. Era capaz de oponerse a sus ministros con extraordinario vigor; podía permanecer totalmente insensible a los argumentos y a las súplicas; la firmeza de sus resoluciones parecía invencible; pero en el momento decisivo su obstinación cedía. Su innato respeto hacia los asuntos públicos, su habilidad para afrontarlos y quizá también el recuerdo de la exquisita diplomacia de Alberto para evitar acciones extremas impedían siempre que Victoria se metiera en un callejón sin salida. Tenía un sexto sentido que le hacía darse cuenta del momento en que una situación empezaba a estar fuera de su control, y en ese punto, invariablemente, transigía. Después de todo, ¿qué otra cosa podía hacer? Pero, si en todos esos aspectos existía entre la reina y su época una profunda separación, había también otros muchos puntos en los que la soberana coincidía plenamente con su tiempo. Victoria entendió muy bien el significado y los atractivos del poder y de la propiedad, y también la nación inglesa había ido adquiriendo un creciente dominio de tales enseñanzas. Durante los quince últimos años de su reinado –puesto que la breve administración de los liberales en 1892 fue un simple paréntesis–, el imperialismo fue el credo dominante tanto del país como de Victoria. En esta dirección, si no en otras, sí que había permitido que su mente evolucionara. Bajo la tutela de Disraeli, los Dominios británicos en el extranjero había llegado a tener para ella una importancia mucho mayor que hasta entonces y, sobre todo, Victoria se habría convertido en una enamorada de Oriente. Se sentía fascinada por la India; incluso consiguió aprender un podo de indostaní; contrató a algunos criados hindúes, que se convirtieron en sus inseparables sirvientes, y uno de ellos, Munshi Abdul Karim, llegó a ocupar en su vida un puesto casi similar al que en otro tiempo tuviera John Brown. Al mismo tiempo, el espíritu imperialista de la nación dotaba a la realeza de un nuevo significado, en perfecta armonía con las más íntimas inclinaciones de Victoria. El Estado inglés era, fundamentalmente, una estructura del sentido común; pero siempre había algún rincón inaccesible al sentido común, determinados aspectos en los que, por alguna razón, los principios normales no eran aplicables y quedaban fuera de las leyes usuales. De esta forma, los antiguos ingleses habían sido lo suficientemente inteligentes como para dejar sitio a esa especie de elemento místico que, según parece, nunca puede ser erradicado de la actividad humana. Y naturalmente, fue en la Corona, con su venerable antigüedad, sus reminiscencias sagradas y su imponente espectacularidad, donde se centró el misticismo del Estado inglés. Pero durante casi dos siglos el sentido común había predominado en el gran edificio, y el pequeño, inexplorado e inexplicable rincón apenas suscitaba interés. Posteriormente, con el desarrollo del imperialismo, se produjo un cambio. Porque el imperialismo, además de un negocio, era una creencia; según se fue extendiendo, se extendió con él el misticismo en la vida pública inglesa y, simultáneamente, la Corona empezó a adquirir una nueva importancia. La necesidad de un símbolo –un símbolo del poderío de Inglaterra, de su importancia y de su misterioso y extraordinario destino– se hizo más urgente que nunca. La Corona era ese símbolo, y la Corona descansaba sobre la cabeza de Victoria. Así, ocurrió que al final de su reinado, aunque el poder de la soberana se hallaba notablemente disminuido, su prestigio había aumentado enormemente.
Sin embargo, este prestigio no era sólo el resultado de los cambios políticos; tenía también un marcado carácter personal. Victoria era la reina de Inglaterra, la emperatriz de la India, el eje en torno al cual giraba la magnífica maquinaria, ¡y otras muchas cosas! Y algo importante: Victoria tenía muchos años, cualidad casi indispensable para alcanzar popularidad en Inglaterra. Había dado reiteradas pruebas de poseer una de las características más admirables del género humano: una permanente vitalidad. Había reinado durante sesenta años, y aún lo seguía haciendo. Y, además, era todo un personaje. Los rasgos fundamentales de su personalidad estaban muy bien perfilados y resultaban claramente visibles, incluso a través de esa nube que envuelve a la realeza. En la mente popular su bien conocida figura adecuada para suscitar espontáneamente la admiración y la simpatía de la gran mayoría de la nación. La bondad era entonces la cualidad más apreciada, y Victoria, que a los doce años había prometido ser buena, cumplió su palabra. El deber, la conciencia, la moralidad…, la luz de de esas altas antorchas había iluminado siempre a la reina. Había dedicado su vida al trabajo y no al ocio, entregándose a sus deberes públicos y a sus obligaciones familiares. El modelo de sólida virtud que se había impuesto hacía tantos años en el ambiente hogareño de Osborne no decayó ni por un instante. Durante más de medio siglo ninguna dama divorciada había entrado a formar parte de la Corte. Victoria, llevada por su entusiasmo de esposa fiel, había establecido una norma aún más estricta: rechazaba tajantemente a toda viuda que contrajera matrimonio de nuevo.  Teniendo en cuenta que ella era el fruto del segundo matrimonio de una viuda, dicha prohibición podía considerarse como una excentricidad; pero indudablemente era una excentricidad bien encaminada. Los miembros de la clase media, firmemente asentados en el bastión de su respetabilidad, disfrutaban con un júbilo especial de la más respetable de las reinas; tanto, que la consideraban casi como uno más de ellos, aunque esto hubiera sido exagerar demasiado. Si bien es cierto que muchas de las características de Victoria se daban con frecuencia entre la clase media, en otros aspectos –en sus modales, por ejemplo– era decididamente aristocrática. Y había algo importante que no compartía ni con la aristocracia ni con la clase media: su actitud para consigo mismo era sencillamente regia.
Todas estas cualidades eran evidentes e importantes; pero la verdadera fuerza de una personalidad reside en algo más profundo, en algo fundamental y común a todas sus cualidades, que es lo que realmente la distingue. En el caso de Victoria la naturaleza de ese elemento subyacente es fácil de percibir: se trataba de una sinceridad peculiar. Su veracidad, su franqueza, la intensidad de sus emociones y la forma en que las expresaba eran las variantes que asumía esa característica dominante. Era su sinceridad la que la hacía parecer, a la vez, impresionante, encantadora y absurda. Iba por la vida con la majestuosa certeza de quien es incapaz de mantener una actitud ambigua, tanto de cara a los demás como respecto a sí mismo. Se manifestaba tal cual era: la reina de Inglaterra, íntegra e incuestionable; el mundo podía aceptarla o no; ella no tenía nada más que demostrar, explicar o modificar; y con su incomparable porte seguía su camino. No se trataba sólo de que prescindiera de todo disimulo, sino que ni la discreción, la reserva, y a veces ni siquiera los imperativos de su propio rango afectaban su sinceridad. Como decía lady Lyttelton, “hay una transparencia en su verdad que resulta muy sorprendente; no existe sombra de exageración cuando describe sentimientos o hechos; he conocido a muy poca gente así. Tal vez haya personas tan sinceras como ella, pero creo que siempre muestran algún tiempo de reserva. Victoria lo dice todo tal como es, ni más ni menos”. Lo decía todo, y también lo escribía todo. Sus cartas son un torrente de expresividad que no cesa de inundarnos. Todo cuanto hay en su mente se precipita y surge como fuerza espontánea. Su estilo, aunque nada literario, tiene el indudable mérito de ser el vehículo idóneo para plasmar sus sentimientos y sus ideas; y hasta sus frases tópicas están impregnadas de un toque personal característico. No cabe duda de que fueron sus escritos los que conmovieron el corazón del pueblo. Tanto sus Diarios de Escocia esa crónica sencilla en la que relata sus experiencias personales sin un ápice de afectación ni de timidez, como los significativos mensajes a la nación que de vez en cuando publicaba en los periódicos hacían que la gente se identificara con ella. El pueblo percibía instintivamente la irresistible sinceridad de Victoria y respondía a ella. Verdaderamente era un rasgo encantador.
Tal vez fuera su personalidad y su posición –la maravillosa combinación de ambas– lo que en definitiva resultó fascinante. La menuda y anciana dama, con su pelo blanco y su sencilla ropa de luto, solía aparecer sentada en la silla de ruedas o en su carroza, y detrás, a escasa distancia, envolviéndola en una sugerente atmósfera de misterio y poder, iban los criados indios. Esta era la imagen más frecuente, y resultaba admirable; pero en ciertos momentos era preciso que la viuda de Windsor se manifestase como reina. La última y más gloriosa de tales ocasiones fue el Jubileo de 1897. En aquella ocasión, en la que el espléndido cortejo que escoltaba a Victoria  recorrió las calles de Londres, llenas de gente y resonantes de alegría, en dirección a la catedral de San Pablo, donde tendría lugar la ceremonia de acción de gracias, la grandeza de su reino y la adoración de sus súbditos brillaron juntas. Las lágrimas brotaban de los ojos de Victoria y, mientras la multitud que la rodeaba prorrumpía en gritos de júbilo, ella repetía una y otra vez: “¡Qué cariñosos son conmigo!, ¡qué cariñosos son conmigo!” Aquella noche su mensaje llegó a todos los rincones del Imperio: “Doy las gracias de todo corazón a mi querido pueblo. ¡Que Dios le bendiga!” El largo viaje estaba a punto de concluir. Pero la viajera, que había llegado hasta tan lejos atravesando tantas experiencias distintas, caminaba con su paso resuelto de siempre. La joven, la esposa, la anciana, todas eran la misma persona: la vitalidad, la diligencia, el orgullo y la sencillez la acompañaron hasta el último momento.

El atardecer había sido dorado, pero el día terminó entre nubes y tempestades. Por necesidades imperiales, por ambiciones imperiales, el país se vio implicado en la guerra de Sudáfrica. Se produjeron algunos reveses, contratiempos, desastres cruentos; por un momento la nación se estremeció y la reina compartió con ansiedad su angustia. Pero su optimismo era grande, y ni su valor ni su confianza vacilaron en ningún momento. Se lanzó a la lucha en cuerpo y alma, trabajó con intensificado ardor, se interesó por todos los pormenores de las hostilidades y trató por todos los medios a su alcance de servir a la causa nacional. En abril de 1900, cuando contaba ochenta y un años, tomó la extraordinaria decisión de cancelar su visita anual al sur de Francia y viajó a Irlanda, que había abastecido con un gran número de reclutas a los ejércitos en activo. Pasó tres semanas en Dublín recorriendo las calles de la ciudad sin escolta armada, a pesar de todas las advertencias de sus consejeros. La visita fue un éxito rotundo. Sin embargo, durante su estancia en tierras irlandesas empezó a dar por primera vez en su vida muestras de agotamiento.
Las grandes tensiones y preocupaciones ocasionadas por la guerra acabaron afectándola. Dotada por la naturaleza de una constitución robusta, aunque en sus periodos de depresión ella misma se consideraba enferma, Victoria había gozado de una excelente salud a lo largo de sus muchos años. Siendo ya anciana había padecido de reuma, lo que la obligó a ayudarse con un bastón y, más tarde, a utilizar una silla de ruedas, pero no sufrió ninguna otra enfermedad, hasta que en 1898 una incipiente catarata le dificultó la visión. A partir de entonces cada vez le resultaba más difícil leer, aunque todavía podía firmar e incluso, con alguna dificultad, escribir cartas. Sin embargo, en el verano de 1900 aparecieron síntomas preocupantes: la memoria, de la que por tantos años se había sentido tan orgullosa, ahora le fallaba a veces; presentaba algunos indicios de afasia y, hacia el otoño, aunque no padecía ninguna enfermedad concreta, daba muestras inconfundibles de una decadencia física generalizada. No obstante, incluso en estos últimos meses, su voluntad de hierro se mantuvo firme. El trabajo rutinario de cada día seguía al mismo ritmo e incluso se incrementaba, ya que la reina, con asombroso tesón, insistía en comunicarse personalmente con muchos hombres y mujeres que se habían visto directamente afectados por la guerra.
Hacia finales del año los restos de sus últimas fuerzas casi la habían abandonado, y en los primeros días del nuevo siglo resultaba evidente que lo único que la mantenía en pie era su fuerza de voluntad. El 14 de enero mantuvo en Osborne una entrevista de una hora con lord Roberts, que acababa de volver victorioso de Sudáfrica. Se interesó por todos los pormenores de la guerra y aparentemente logró soportar el esfuerzo, pero cuando terminó la audiencia sufrió un colapso. Al día siguiente, sus médicos comprendieron que la situación era irreversible; sin embargo, el indómito espíritu de Victoria siguió luchando. Durante dos días más desempeñó las obligaciones de la reina de Inglaterra. Fueron sus últimas jornadas de trabajo. Entonces, y sólo entonces, se desvaneció el optimismo de los que la rodeaban. Su cerebro se debilitaba y su vida se extinguía lentamente. Su familia se reunió en torno a ella; aún vivió un poco más, silenciosa y aparentemente insensible, y falleció el 22 de enero de 1901.
Cuando se hizo pública la noticia del inminente final, dos días antes del desenlace, una inmensa ola de dolor sacudió al país. Parecía como si estuviera a punto de producirse un espantoso cataclismo de la naturaleza. La inmensa mayoría de los súbditos de Victoria no había conocido una época en la que ella no fuera su reina. Se había convertido en una parte indisoluble de sus esquemas vitales, , y la sola idea de que estaban a punto de perderla les resultaba inconcebible. Ella misma, cuando yacía ciega y silenciosa, parecía, a los ojos de quienes la contemplaban, estar despojada de todos sus pensamientos, haberse sumido de pronto en el olvido. Sin embargo, tal vez en las cámaras secretas de la conciencia seguían latiendo sus recuerdos. Quizá en su desfallecida mente todavía flotaban las sombras del pasado y por última vez recordaba las imágenes evanescentes de su larga historia, retrocediendo más y más entre la niebla de los años hasta llegar a los antiguos, a los más remotos recuerdos: los bosques de Osborne, repletos de prímulas para lord Beaconsfield; las ropas estrafalarias de lord Palmerston y su distinguido porte, y la cara de Alberto a la luz de la lámpara verde, y el primer ciervo cazado por Alberto en Balmoral, y Alberto con su uniforme azul y plata, y el barón entrando por la puerta, y lord Melbourne soñando en Windsor mientras graznaban los grajos en los olmos, y el obispo de Canterbury de rodillas al amanecer, y las exclamaciones ridículas del viejo rey, y la voz suave del tío Leopoldo en Claremont, y Lehzen con los globos terráqueos, y las plumas de su madre acariciándola a su paso, y el antiguo reloj de su padre en su estuche de concha de tortuga, y la alfombra amarilla, y aquellos queridos volantes de muselina bordada, y los árboles y el césped de Kensington.


Enviado por Rafael Otano.-
Gracias Profe.-

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